Experiencias   
31 de octubre de 2022

Un desayuno entre nubes. Primer lugar en el concurso de narrativa de la International Week UNAM 2022

Por: Héctor Adrián Cortés Castillo
Era aquí y ahora. El preciso instante que corría por mi imaginación cada que la idea de participar en movilidad me rondaba en la cabeza. Ahora sabía que la imagen que tenía en mente era inesperadamente verosímil. Era como un augurio, aunque nunca supe a qué momento exacto me remitía. La imagen llegó a mí un día sin que se lo pidiera. Mientras hacía los preparativos del viaje, simplemente se dibujó como una fotografía del futuro. Siempre la misma visión: en los extremos un marco relativamente homogéneo que correspondía a una pared curva, no vista de frente sino de forma oblicua, como desde un asiento paralelo a ella. Como si de una foto se tratara, el interior, todo aquello detrás de la pared, parecía sumido en la penumbra producida como efecto del contraste entre la intensa iluminación del exterior, visible al centro y el entorno interior oscuro.

En el centro de la imagen, lo que aquel marco penumbroso protegía. Un paisaje aéreo de aquellos que amaba tanto y veía tan poco, decididamente cubierto por un cristal de forma oval, lo que solemos llamar ventanilla. Una perspectiva inigualable, cautelosamente trazada por la naturaleza y decorada un poco por las sociedades que con ella convivían. Arriba, un cielo azul, pero aún matizado de oscuridad, misterioso, producto del amanecer; aquel renacer del sol que seguramente se hubiera apreciado mirando a la dirección contraria. El cielo sembrado de imponente algodón, que apenas comenzaba a despertar su blanco esplendor. En unas horas, los cúmulos de vapor de agua presumirían su pleno color a la luz del sol en el cenit.

Abajo, un horizonte sin gran verdor, café, acariciado por algunos rayos solares cuya función era anunciar un día incipiente. Una superficie dual; del costado izquierdo algo rugosa, forjada por perpetuas escorrentías y del derecho salpicada de lisos y espectaculares conos cineríticos; un relieve sumamente joven, según las palabras de mi profesora de geología en la UNAM. No por falto de verdor, el horizonte era menos precioso. Me reí. Entre todo pensamiento, me percaté de que, aún allá arriba, el entusiasmo del geógrafo era invencible e incesante. No dejaba de recordar lo que alguna vez aprendí en la universidad y que más tarde volvería a mí de mil maneras, entre ellas, cuatro cursos universitarios francófonos que había tomado a nueve mil kilómetros de mi ciudad.

Entonces se me iluminó la mente. Si este momento era único y me había aguardado por tanto tiempo, recordaría cada detalle que fuera relevante. Me atrevía por fin a salir un poco de la escena, antes imaginada y ahora realizada, para vivir la parte que faltaba. A fin de cuentas, una foto que se produjo en mi imaginario estaba tan dimensionalmente limitada como una que hubiera surgido de la lente de cualquier cámara. Había que observar los alrededores en busca de una visión panorámica con más detalles que, sin presumirlo y sin previo aviso, tuviesen la capacidad de ser interesantes y aportar a nuestro conocimiento previo del entorno tanto como lo ya visto.

Eso fue lo que hice cuando decidí irme de movilidad. Me di cuenta de que podía mirar a los alrededores, que la vista que tenía en aquel momento era, por lo menos, espectacular, rica y profunda. Que en mi país, sin duda alguna, había aprendido una infinidad de cosas, pero que aún podía voltear y quizá descubrir en lo menos esperado una fuente llena de revelaciones. Hacía falta mirar a lugares distintos, otra cultura, otras formas de aproximarse al mundo y de construirlo, que me permitiesen expandir el horizonte de lo que hasta entonces podía entender y hacer.

Decidí terminar con este pequeño momento de pausa que me tenía absorto contemplando aquel paisaje. Volteé e inmediatamente recordé que frente a mí, sobre una especie de mesa plegable, de superficie gris, lisa y plástica, se encontraba un perfecto desayuno francés. Su arreglo era simétrico, acomodado en tres círculos horizontales con el de mayor tamaño al centro. A la derecha un vaso de papel acartonado con café, al centro un croissant y a la izquierda un vaso de plástico con jugo de naranja. Creaban una perfecta alineación de planetas, una escala de color que comenzaba con café oscuro, continuaba con naranja ocre y culminaba con el naranja claro.

El café era la esencia placentera de las mañanas frías. El de aquella mañana era, como cualquier otro día, un elixir mágico que transformaba la realidad. Me despertaba y me inspiraba para vivir. Me daba el empujón tan necesario para afrontar el día. Tomar café es todo un arte. Desde la primera esencia anuncia su llegada, que ya produce por sí sola una sensación de satisfacción, de saber que está por arribar una taza de bebida amarga revitalizante. Cuando finalmente viene, pasa por el proceso de lenta pero constante aproximación al paladar; comienza con un café caliente, lleno de emoción y expectativa que conlleva que aún tenga que manejar las cosas con delicadeza, esperando que la lengua progresivamente aprenda a tolerar la temperatura que hasta hace nos momentos le era desconocida. Eventualmente esto sucede y solo entonces puedo avanzar a paso más acelerado, aunque aún lo suficientemente pausado para disfrutar. Y llega un punto en el que he profundizado mucho en este café, lo conozco y lo disfruto más que nunca. Sé que tarde o temprano una taza se tiene que terminar, pero para entonces estoy listo para continuar. Beberlo es todo un proceso del cual forma parte el entusiasmo que siento por lo que sigue.

Estar en Francia había sido como beber lentamente un café. Cinco meses de una gran experiencia que había disfrutado en sus diferentes etapas de principio a fin, comenzando desde antes de mi llegada, cuando una esencia placentera alcanzaba por primera vez a mi olfato, cuando estaba allí la emoción de tener un nuevo proyecto lleno de expectativas. Había vivido toda una serie de momentos que eran como las minúsculas unidades del polvo de café molido que le habían dado vida a esta bebida. Los granos molidos son, a fin de cuentas, la distancia entre el agua caliente y el café; le dan su esencia, son su razón de ser, lo dotan de sabor y de su poder motivador, pero en el agua todas sus propiedades dejan de ser las de una individualidad y se mezclan para producir una colectividad, un todo de todas las partes. Así llevaba este cúmulo de granos molidos de café conmigo, de experiencias cuyo extracto se había disuelto en el agua y ahora se disolvía en mí mismo para impulsarme a continuar.

En medio, el cruasán, croissant le decían en aquel país de donde provenía este término ahora añadido al diccionario español. Sabía que sería incapaz de olvidar al cruasán, lo estaba adoptando en mi cocina individual, del mismo modo que el diccionario de mi lengua materna lo había hecho con el galicismo: aceptarlo e integrarlo a un gran repertorio de palabras que conformaban una identidad. Y así también había entrado en mi vida el francés. Me causaba una enorme satisfacción poder desenvolverme con naturalidad en otro idioma. El difuminar los límites de la interculturalidad rompiendo una barrera lingüística me resultaba insólito, pero absolutamente reconfortante. Recordé que el croissant había acompañado durante los desayunos varias de las más interesantes conversaciones con mis amistades en la universidad que me recibió en Francia. Sin querer, el exquisito pan francés, parte de la lengua y la cultura francesas venían conmigo en el viaje de regreso.

Ahora era tiempo de un sorbo frutal: probar algo distinto a nuestros dos alimentos precedentes. Era un trago refrescante, un sabor que cambiaba abruptamente y hacía salivar con fuerza. Las papilas tenían que prepararse. Recibía notas dulces y cítricas, que de haber existido por sí solas quizá no sabrían igual y por ello se unían para generar una maravillosa sinfonía sin la cual el desayuno no sabía igual. De eso se trataban los miles de kilómetros recorridos. De probar algo novedoso, de cambiar de café oscuro a naranja, de enfrentarse a lo dulce y a lo ácido. De no olvidar que allá, en mi destino, me aguardaba todo tipo de cosas, familiares y no familiares. Una cultura o, mejor dicho, una diversidad de culturas que en un mundo globalizado pueden tener tanto de diferentes como de similares. Y esto, lejos de volverse un obstáculo o un miedo, se convertía en una motivación adicional porque, cuando mi gusto estaba listo para apreciar este jugo frutal, significaba que le había abierto las puertas a una otredad con todo lo suyo. Mi mente estaba ahora más abierta que antes.

Aprendí a reconocer una sociedad lejana, su sistema educativo que me gustaba mucho por su capacidad de generar pensamiento crítico y un poco menos por su frialdad y rigidez. La geografía de todo un país y la de un continente entero que se relacionaba con ella. Y por supuesto, un enorme repertorio académico de autoras y autores de diversas ramas y a un profesorado que se formó bajo paradigmas diferentes, bajo otras formas de aprendizaje. Había visto todo lo bueno y todo lo que desde mi perspectiva era ajeno y cada cosa sumaba una pequeña pero excelente aportación para mí. Este jugo matutino era parte de lo que necesitaba para coronar los seis previos semestres de mis estudios en geografía y para añadir un plusvalor a todo un bagaje personal construido durante mi vida.

Si algo me emocionaba era que dentro de toda esta interculturalidad, teníamos en común una visión generacional en la que persistía la búsqueda de un mundo mejor, reflejada, por ejemplo, en el interés de hacer frente a una crisis climática que es tan propia de nuestro prospectivo campo profesional. Yo, por supuesto, estaba maravillado de asistir a una universidad en la que se discutía el mismo problema desde una perspectiva tan diferente. No obstante, el aprendizaje no solo se quedaba en las aulas. El hecho de que tuviese que salir de aquel entorno y existir en el propio espacio alterno, inmiscuirme por completo en la otredad, hacía de esta experiencia una de las prácticas de campo más enriquecedoras de toda mi formación.

Además de la escena de la ventanilla, hermosa y compleja, tenía mi desayuno matinal de avión y aún el campo inexplorado del resto de la cabina en la que seguramente encontraría un amplio camino por recorrer. Lo que seguía era aceptar que había terminado el desayuno y que ya podía continuar con el estómago lleno. Regresé al mundo presente. Nuevamente me había abstraído y ya estábamos aterrizando. Este era yo, de vuelta de un episodio de mi vida sin precedentes. Dirigí la mirada hacia mi derecha. Del lado opuesto a donde había presenciado aquella vista, estaban en hilera las demás ventanillas. A través de ellas se apreciaba el sol que ya había terminado de elevarse en el horizonte. Un nuevo día acababa de comenzar.
Héctor Adrián Cortés Castillo es estudiante de geografía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Además de su área de estudio, le apasiona leer, escribir, aprender idiomas y conocer el mundo. Ha participado en certámenes y programas académicos y ha escrito para la Revista Digital Universitaria de la UNAM y para El Ateneo de Coyoacán, revista digital de la Escuela Nacional Preparatoria Plantel 6, Antonio Caso. Su experiencia de internacionalización en Francia durante el bachillerato ha sido una gran inspiración y proyecta continuar con la expansión de sus horizontes a través de la movilidad académica.

El presente relato obtuvo el primer premio en el concurso de narrativa convocado por la International Week UNAM 2022, CRAI/DGECI/CEPE/UNAM-UK.
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