Extensión   
31 de marzo de 2023

Monólogo. que me permite dialogar con el poeta Rubén Bonifaz Nuño, en un parque de Córdoba, Veracruz

Por: Francisco Hernández
Aquí estamos, don Rubén, donde le prometí: sentados en una banca, frente a la parroquia de la Inmaculada Concepción, en el parque 21 de Mayo de la ciudad donde, al igual que Jorge Cuesta, vio usted la luz por primera vez. No sé si era de día o de noche, pero aquí se encontró con esa claridad que, según dicen, a veces deslumbra hasta que todo se oscurece. Aquí están los árboles, algunos de nombres poco pronunciados, aunque con su presencia bien establecida: dagames, cedros blancos, palmeras reales, castaños, dos liquidámbares y un alto palo mulato. Todo bajo el azul de un cielo sin nubes, que aun así promete lluvia para el tiempo nocturno. 
 
* * * 

¿Le agrada estar en Córdoba, don Rubén? ¿Cómo que más o menos? Esta es tierra de cafetales y cañaverales y, por supuesto, de mujeres maduras, con el principio de la gracia

Algo así como un espejo perfecto, entre el café y el ron, que ayuda a enfrentarse a la sed, como si un tigre atacara la superficie de un pozo, al contemplar la desfiguración y hundimiento de su imagen.

* * * 

Don Rubén, ¿ya escuchó las campanas? Parecen muy distantes, pero están muy cerca. También oiga cómo resuenan, ligeramente silenciosas, estas palabras: 

Y sólo 
por el gusto de morir, vivimos. 

Bueno, don Rubén, si nos dirigimos a los portales podemos comer en el Balcón de Zevallos. Y más tarde podríamos visitar el Centro Cultural Jorge Cuesta, ¿le parece bien? Y a propósito, poeta, su museo o su centro cultural, ¿para cuándo? Ni hablar. Ellos se lo pierden. 

Hace calorcito, ¿verdad? No sería raro que la temperatura llegara a cuatrocientos grados. 
 
* * * 

De las realidades rubenianas, ¿recuerda aquella vez que llegué a La Lechuza, la taquería donde cada jueves nos reuníamos a cenar y, al encontrarlo, sólo comencé a platicarle una pena de amor que me hacía sentir terriblemente desdichado? Y antes de reír, con la serenidad de quien ha pasado más de una vez por esos caminos que lo hacen sentir a uno descobijado y sin salida, me sacudió diciéndome: 

—Ríete, Francisco, yo me estoy quedando ciego, ¡y sin embargo me río! 

Gran lección, querido poeta. No se me olvida y me ha servido para librarme más de una vez de encrucijadas desesperantes, pero bienvenidas. 

* * * 

¿Quiere que nos vayamos, don Rubén? ¿Le interesa ver si aún existe la casa donde vivió de niño? ¿O el sitio donde su padre era telegrafista?

Ah, mire, ahí viene ya mi esposa Leticia, que también, como le dije, es cordobesa. Fue en busca de la Virgen de la Soledad y seguramente la encontró porque viene muy sonriente. Déjeme pedirle que nos tome una fotografía.

¡Espéreme…! ¿A dónde va, don Rubén? ¿Cómo que no piensa salir en la foto? Si hay alguien aquí que sea verdaderamente un fantasma soy yo, no usted, ¿no cree? 

(En ese momento pasa con lentitud un Volkswagen rojo, de cuyas bocinas salen estas palabras:  

Cha, cha, cha. Que hierva el ruido. Bailemos. Que siga el vacilón porque somos libres. Así que negra al que no quiera salir aullando, mientras nosotros seguimos leyendo y escribiendo.)  

Muchas gracias.

Francisco Hernández es un poeta veracruzano. Ha recibido numerosos reconocimientos: desde el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1982 por su libro Mar de fondo, hasta el Premio Internacional Rubén Bonifaz Nuño, otorgado por su trayectoria poética en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, por medio de la Cátedra Rubén Bonifaz Nuño, el 9 de noviembre de 2022. El presente texto fue leído por el poeta en la ceremonia de premiación.
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