Encuadre   
29 de febrero de 2024

Doble vocación. La otra vida de una académica

Por: Erika Erdely Ruiz
Muchas académicas y académicos de la UNAM tenemos una doble vida. En una de ellas es donde nos desarrollamos más institucionalmente hablando; aquella actividad en la que hicimos nuestros posgrados, en la que nos especializamos, sobre la que hemos publicado artículos y dado clases. La otra se relaciona más con la vida personal, a veces privada, con frecuencia artística o deportiva. Así lo he visto en mi círculo familiar y profesional dentro de la UNAM. Una mujer arquitecta, especialista en arte prehispánico, ha publicado más libros de poesía que de arquitectura; una odontóloga que ha recibido más reconocimientos como escritora que como dentista; una funcionaria que conquista la cima de más montañas que oficinas administrativas en nuestra universidad, además de nadar maratones por el mes del cáncer de mama; un director que pinta acuarelas exquisitas en sus pocos ratos libres. Muchas y muchos nos movemos en dos mundos. Para mí, el otro mundo es la música.

Estudié en el Conservatorio Nacional de Música de México. Vivía a una distancia caminable de la Escuela Nacional de Estudios Profesionales (ENEP) Acatlán, hoy Facultad de Estudios Superiores, pero ahí no imparten la carrera de música. Mi intención no era dedicarme profesionalmente a la música, pues siempre supe lo difícil que me resultaría ganarme la vida con esa actividad. Sobre todo porque mis aspiraciones siempre fueron como intérprete, no como docente. Para ello se requiere otra carrera, la de pedagogía musical, que no me atraía. Al salir de la prepa decidí tomarme un año mientras decidía qué carrera estudiar. Había empezado en el conservatorio dos años antes porque mi maestra de piano en una academia privada me dijo que tenía que seguir una educación más integral en la música, entonces iba en las tardes a estudiar solfeo, historia de la música y piano al conservatorio. Durante ese año en el que no entré a la universidad, seguí mis estudios de música, tomé clases de alemán y francés en la ENEP Acatlán y participé en un grupo de montañismo a la vez que entrenaba natación. Pasó un año y no logré entusiasmarme con ninguna carrera. Finalmente tomé mi decisión: completaría la carrera de música. Es una carrera de diez, sí, DIEZ años. El currículum es exhaustivo: solfeo, armonía, análisis musical, conjuntos de cámara, lectura a primera vista, acústica, historia, contrapunto, formas musicales, bajo cifrado, coro, dos idiomas… y tu instrumento, por supuesto. Recuerdo a una profesora francesa que nos decía: “¿Pero en esta escuela quieren pianistas o musicólogos? Yo necesito que estén en el instrumento ocho horas diarias, no estudiando todo eso”. Pero así era, ocho semestres de solfeo, otros tantos de armonía y así. Materias, además, dificilísimas. De lo más difícil que he enfrentado en la vida.

Mi hermano también estudiaba en el conservatorio, pero él decidió entrar también a la UNAM a estudiar una licenciatura; la presión sobre un hombre para estudiar “una carrera que deje” es más grande en nuestra sociedad. Al menos lo era en mi juventud. Por un tiempo intentó estudiar dos carreras simultáneas, la de piano y la de actuaría (matemáticas aplicadas), aunque habría preferido estudiar matemáticas “puras”, pero también ahí llegó la presión de que eso no deja mucho dinero que digamos. Y eso que él sí que tenía la vocación para la docencia, siempre la ha tenido, fue mi maestro de muchas cosas, de hecho. Al poco tiempo de intentar estudiar esas dos carreras se dio cuenta de que le resultaría imposible mantenerse en ambas y se quedó, según sus propias palabras, con la más fácil: matemáticas aplicadas. La música requiere demasiado tiempo, dedicación, estudio, habilidades e inteligencias de todo tipo.

Hoy en día, tanto mi hermano como yo vivimos dos vidas: la académica y la musical. Él es investigador y maestro en la FES Acatlán, especialista en estadística, doctor en ciencias matemáticas, y yo soy profesora de tiempo completo en el Centro de Enseñanza para Extranjeros (CEPE) y maestra y doctora en lingüística, además de funcionaria, pues me desempeño como secretaria académica en la sede de la UNAM en Chicago. Ni mi hermano ni yo pudimos vivir de la música. Vivir, en el sentido de ganar dinero. Pero sí seguimos viviendo de la música en el sentido personal y espiritual de la expresión.

Si algo le agradezco a mi universidad, a mis colegas, a mis alumnas y alumnos, a mis jefas y jefes, es que siempre me han apoyado para integrar un poco de mi vida musical en mis actividades académicas. En mis informes siempre incluyo los conciertos que he dado, muchos de ellos a petición expresa de mis colegas de trabajo y en recintos universitarios. En el año 2000 di mi primer concierto en la UNAM, en el CEPE, para mis compañeros y maestras del curso de formación de profesores de español. Desde entonces he participado en muchos conciertos más. Dos que destaco fueron por invitación de la sede del CEPE en Taxco, para tocar el impresionante órgano histórico de la magnífica y exuberante iglesia de Santa Prisca. El primero fue parte de un festival de órgano en cuyo comité organizador estaba el director de ese centro de la UNAM en Taxco y el segundo por los festejos de los veinticinco años de esa sede. Aprendí de la comunidad taxqueña que la UNAM juega un papel fundamental en la preservación de ese festival, que se ha preocupado por afinar el órgano y organizar esos conciertos, siempre gratuitos, por supuesto, en beneficio de la comunidad taxqueña que aprecia el patrimonio musical de su ciudad. Me hicieron saber lo mucho que significa nuestra universidad para esa ciudad y lo mucho que contribuye al desarrollo comunitario en muchos frentes. El musical es solo uno de ellos.

La experiencia más reciente que he tenido dando un concierto, una de las más importantes de mi vida, me la brindó nuevamente la UNAM. La sede del Instituto de Investigaciones Estéticas en Oaxaca organizó en mayo de 2023 un magno encuentro llamado Espacios Sagrados. Umbrales y fronteras, al que asistieron académicos de diferentes partes de México y del mundo. En un trabajo de vinculación con UNAM-Chicago buscamos incluir el tema de los espacios sagrados del Medio Oeste de los Estados Unidos. Algunos académicos de la Universidad de Illinois y de The Newberry Library fueron a Oaxaca a participar en este encuentro. Al armar el programa, los organizadores decidieron incluir tres actividades culturales para los asistentes: una exhibición, una visita guiada a Monte Albán ¡y un concierto! Me preguntaron si yo sabía de la existencia de un órgano histórico en Tlacochahuaya, Oaxaca, como a una hora de la capital. Sabía de su existencia porque uno de mis maestros de teoría musical en el conservatorio es organista y había grabado un disco en ese órgano cuando lo restauraron, hace veinticinco años. Sin embargo, yo nunca había tenido la oportunidad de tocarlo. Me preguntaron si estaría dispuesta a participar, en el entendido, claro, de que no había presupuesto para financiarlo. Les aclaré que estaría encantada y honrada de hacerlo, pero sabía lo complicadas que serían las gestiones para obtener los permisos de tocar un instrumento que es patrimonio histórico y cultural que además se encuentra dentro de un recinto que también es patrimonio y que pertenece a la Iglesia católica. Afortunadamente la UNAM logró conseguir los permisos, lo cual implicó muchísimo trabajo —estoy segura de que más del que habían imaginado los organizadores—. Para mí también implicó meses de preparación en mis noches y fines de semana en los que pude sumergirme en mi música favorita: La frescobalda, obra del italiano Girolamo Frescobaldi, un músico de la talla de J. S. Bach pero que compuso un siglo antes; la Pavana lachrimae, del holandés J. P. Sweelinck, una obra doliente que dediqué internamente a mi padre, cuya muerte nunca había podido llorar, y una grandiosa obra del español Juan Cabanilles, que es una catedral musical en sí misma y que nos conecta con el siglo XVII, el tiempo en que fue construido el extraordinario templo y ex convento de San Jerónimo Tlacochahuaya.

Durante mi vida en la UNAM he recibido varias distinciones, entre ellas dos medallas Alfonso Caso del Posgrado en Lingüística, que atesoro. Pero haber tocado ese órgano histórico ha marcado mi vida de una manera muy profunda que apenas alcanzo a agradecer a mi universidad, encima de las muchas oportunidades de vida que me ha brindado, el poder ganarme la vida con mi trabajo y poder también compartir la música que, de no haber sido por mis estudios musicales, no habría podido conocer ni difundir.

Hoy me encuentro en Chicago y estoy en contacto con las comunidades migrantes en esta ciudad, lo cual me ha traído experiencias nuevas en el ámbito musical. Aunque mi educación musical estuvo centrada en la música europea, pues así es como está enfocada la educación musical en el Conservatorio Nacional de Música donde estudié, al igual que en la mayoría de las escuelas de música que he conocido en México, siempre he sido sensible a la música tradicional de nuestro país. Recuerdo haber acompañado, hace treinta años, a una amiga que estudiaba danza folclórica en la ENEP Acatlán a una gira por Querétaro y la emoción que me arrancaba lágrimas cuando la veía bailar “La Sandunga”, los sones veracruzanos y otras maravillas. Aparte del agasajo visual, la música es profunda y poderosa. Nunca había tenido la oportunidad de acercarme como intérprete a esta música sino hasta que llegué a Chicago, donde me he encontrado con una actividad musical muy intensa, en muchos géneros, pero sorprendentemente también con la música mexicana de distintas regiones de nuestro diverso país.

He conocido aquí personajes que han dedicado su vida a difundir esta música y me han invitado a internarme en el mundo de la música tradicional. Empecé tomando clases de guitarra para poder cantar canciones mexicanas que dan alivio y consuelo a quienes estamos lejos de la patria, en las reuniones de amigos y colegas. Después tuve la inesperada oportunidad de tomar clases de marimba, instrumento delicioso que además tiene la ventaja de estar configurado igual que un teclado como los que estoy acostumbrada a tocar. La técnica es muy distinta porque en lugar de los dedos hay que utilizar baquetas —ahora sé que las llaman “bolillos”, aunque no se comen—. Un profesor de origen maya quiché, de quien he aprendido una más de las tristísimas historias de migrantes indígenas en este país, me ha dado clases durante un año, religiosamente los domingos, hasta integrar un pequeño repertorio de diez piezas que he empezado a interpretar en diferentes foros a los que me han invitado a participar, especialmente en el periodo que acá en Estados Unidos se conoce como heritage month (mes de la herencia o el legado), que va del 15 de septiembre al 15 de octubre y en el que se programa una gran cantidad de actividades orientadas a difundir las culturas aquí llamadas “latinas” (que nosotros llamaríamos “latinoamericanas”).

Acostumbrada a tocar música clásica en el piano, el clavecín o el órgano, de pronto la música de marimba me abre un mundo de posibilidades nuevas; por ejemplo, la de hacer bailar y ver bailar a quienes sienten su música en el cuerpo. Desde acá algunos recordamos a la marimba callejera, la que se instala en las banquetas y espera unas monedas a cambio de su alegría; otros la recordamos en los portales de algún pueblo o ciudad colonial, desde donde nos canta y ameniza mientras degustamos algún platillo regional. La música de marimba nos permite volar de regreso a la tierra de donde somos y hasta sentir el calor del sol en medio del crudo invierno.

Tocar este instrumento ha representado para mí una nueva oportunidad de vida, de vincularme con gente de acá, de compartir nuestra cultura también con comunidades afroamericanas, anglosajonas y de todo tipo que coexisten en esta Ciudad Santuario multiétnica que es Chicago. He aprendido que mantener los vínculos culturales con el país de origen es un aspecto vital para la salud mental. Nuevamente mis compañeros de trabajo me animan a dar un concierto, ahora de marimba, como parte de la programación de UNAM-Chicago y nada me hace más feliz que la perspectiva de hacerlo.

Agradezco de corazón a Gerardo Reza su acuciosa lectura y atinados comentarios para la versión final de este texto (nota de la autora).
Erika Erdely Ruiz es maestra y doctora en lingüística hispánica por la UNAM. Es profesora de carrera en el Centro de Enseñanza para Extranjeros de la UNAM, donde ha impartido clases desde 2001, tanto en el área de español como en la de formación de profesores. Es autora y coordinadora de las publicaciones del CEPE Así hablamos, intermedio 3 y Dicho y hecho 7. Español como lengua extranjera. Actualmente es secretaria académica en la UNAM-Chicago.

Playlist
Erika Erdely, concierto de órgano, Templo de San Jerónimo Tlacochahuaya, Oaxaca, 25 de mayo de 2023: https://youtu.be/ItA-BeQqLfI?si=LfInwTc1mStr5cDa

Erika Erdely y José Suárez, Música acuática para dos clavecines (Händel), Guanajuato, mayo de 2018: https://youtu.be/2XvNY4Hzt0A?si=oKeX0nSebaMfPr5p

Erdely y Suzuki, Sonata 5 de Händel, cuarto movimiento (octubre de 2008): https://youtu.be/vNpAp8B6H8g?si=tDR13Fea3P5duGTu

Erika Erdely, Suite VIII (Louis Couperin): https://youtu.be/Y_MO4x3mQHE?si=Q7r9bFS0anZzshQa

Erika Erdely, Toccata prima (Frescobaldi): https://youtu.be/7IumbVBwrFs?si=ZXzBAK5IlJt0Fjml

Erika Erdely y la Marimba Los Huesitos, concierto de marimba, UNAM Chicago, 26 de octubre de 2023: https://youtu.be/eerOUYIiLMc?si=GhTZ7xS_dQBM-VDz
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