Encuadre   
29 de febrero de 2024

Quiero ser un hombre mirlo

Por: Nacho Docavo Alberti

Nacho Docavo Alberti, novelista, ensayista e incansable viajero español, ha emprendido un ambicioso proyecto narrativo: está contando la historia de la humanidad desde el punto de vista de la gente común, de las personas anónimas que conforman la auténtica argamasa de la memoria, más allá de los nombres destacados y los cultos a las personalidades. Con gran erudición y un lenguaje ameno y accesible, el autor avanza por la historia —por estas Historias de la gente corriente— sin parar de escribir, como una aplanadora, dice él, ficciones sobre cada momento relevante en nuestra historia, en todas las latitudes del planeta y con una visión dispuesta a rescatar el ser extraordinario que se oculta detrás de cada una de las personas que somos. Agradecemos al autor su autorización para publicar en UNAM Internacional el relato dedicado al descubrimiento de la música.

UNAM Internacional


La flauta más antigua que se conoce fue encontrada en Eslovenia y se dató en cuarenta y cinco mil años, aunque luego se demostró que los agujeros habían sido hechos por los dientes de una hiena y por el momento es imposible saber si alguien la utilizó alguna vez como instrumento musical.

Urarku vagaba por las montañas con su arco preparado por si aparecía una presa cuando vio sobresalir entre la hierba un pedazo de hueso carcomido por algún lobo u oso hambriento. Lo recogió con cuidado y notó que era muy ligero y casi como su dedo índice de largo. “Sin duda un hueso de buitre”, dijo para sus adentros, pero ¿serviría para algo con aquella fila de pequeños agujeros? Sin saber la respuesta lo guardó en su pequeño zurrón y siguió la cacería. Aquel día no logró darle ni a una paloma torcaz, que fue la única posible presa que se puso al alcance de su arco y, cuando regresó a su cueva, se sentía tan frustrado que dejó sus aparejos y se fue al río a beber y a bañarse. Tenía hambre, pero no quería comer los restos del cervatillo que había cazado tres días atrás porque prefería que sus tres hijos y su mujer, Arrak, que aún amamantaba a su recién nacida, dispusieran de su correspondiente ración. Cuando salió del agua se sentó en una piedra, echó mano del zurrón que había dejado en la orilla y notó algo duro en su interior. Intrigado, metió la mano para ver qué era y encontró aquel pedazo de hueso agujereado del que se había olvidado por completo. Lo miró, lo palpó, se lo llevó a los labios y dio un soplido corto y seco para limpiarle el polvo.

—¡Ahhh! —exclamó asombrado y casi se cae de culo cuando de aquel mágico instrumento emergió un pitido agudo e intenso. Incrédulo ante el extraño sonido, repasó por todos lados el hueso misterioso por si había una cría de pájaro dentro… Comprobó que no, que estaba vacío del todo; volvió a intentarlo otra vez, ahora de forma más cuidadosa y ¡de nuevo aquel sonido!, pero ahora aún más cautivador.

—¡Guau! ¡Es como si hubiera adentro un pájaro! —exclamó y volvió a mirarlo porque no se terminaba de creer que un hueso pudiese trinar. Así que la tercera vez que lo probó tapó dos de los agujeros con sus dedos índice y corazón y lo que salió de aquel objeto celestial lo dejó paralizado: era como el canto del mirlo de plumas negras que había escuchado tantas veces al amanecer en el bosque. Medio atontado por aquel descubrimiento pasó el resto de la tarde ensayando diferentes combinaciones y tal fue su excitación que volvió a su cueva corriendo para explicarle a su familia lo que había descubierto.

—Lo llamaré flauta, que en nuestro idioma quiere decir “hueso que habla” —anunció a su mujer, que puso un gesto de extrañeza y siguió curtiendo una piel.

Y ahí empezó su ruina.

Y es que, a partir de aquel día, durante sus cacerías, muchas veces Urarku se distraía buscando huesos cortos de pájaro o de cualquier otro animal y descuidaba la caza y, por ende, el suministro de comida para toda su familia. Es más: cuando encontraba algún hueso fino o hueco sopesaba sus posibilidades y, en vez de seguir acechando a una posible presa, se sentaba bajo un árbol y lo agujereaba con un punzón de marfil que siempre llevaba consigo. El resultado de aquella creciente obsesión fue que, hacia el final del verano, su familia apenas tenía qué comer y una noche, harta de todo, Arrak se plantó en jarras frente a él y le echó la bronca:

—¿Se puede saber en qué estás pensando, Urarku? Desde hace varias lunas ya solo piensas en soplar esos condenados huesos y cada vez traes menos comida. Alguna ardilla o comadreja que apenas nos dan para un día. ¿Dónde están aquellos sabrosos ciervos y cabras que antes siempre nos traías? ¿No te das cuenta de que tu familia lleva casi toda la estación pasando hambre? Y ¡mira a tu pequeña! Está tan debilitada que ni siquiera puede andar porque no le doy buena leche. Ese chisme maldito te está echando a perder y de paso nos vas a perder a todos. Yo iría contigo, pero me tengo que quedar en la cueva cuidando de tu familia. ¡Sí! De tú familia que tienes abandonada y hambrienta. Mira a Jark y Yiark, tus dos hijos mayores, con solo tres y cuatro inviernos y ya se pasan el día en el bosque tratando de recoger piñones, almendras, frutas o cualquier cosa comestible. Y yo con el alma en vilo por el peligro que encierra que se encuentren algún lobo. Además, como ya te habrás dado cuenta, el invierno se aproxima y andamos casi sin reservas. Esos huesos que tu encuentras están llenos de sonidos del Gran Mal así que o dejas de querer hablar como los pájaros desde hoy mismo o atente a las consecuencias. ¿Lo has entendido bien? —y le dio la espalda y se alejó muy cabreada.

Urarku le escuchó apocado y, sabiendo en todo momento que ella tenía razón, la siguió por la alta sala llena de estalactitas suplicando su perdón y prometiéndole que desde mañana mismo enmendaría su error, promesa que duró lo que dura un parpadeo. Tan sólo los primeros días evitó seguir buscando y trabajando los huesos y, si bien cazó un ciervo y dos carneros, en cuanto vio que su despensa estaba a rebosar de carne, enseguida volvió a las andadas. Y es que la voluntad de aquel hombre, que hasta entonces había sido un excelente cazador y un padre responsable, sin sospecharlo ni quererlo había quedado hechizada por el espíritu de la música y ya no hubo manera de librarse de él.

Como consecuencia de aquel diabólico hechizo, justo antes de que cayeran las primeras nieves, cuando regresó a su cueva de su inútil cacería la encontró vacía y, por mucho que gritó los nombres de su pareja y sus hijos, solo el eco contestó. Por su mera culpa, por culpa de su desmesurada obsesión, su familia entera le había abandonado y, aunque los siguientes días vagó por el bosque buscando por todos lados y gritando desesperado sus nombres, nunca más los volvió a ver.

Hundido en su soledad y comido por la culpa se refugió aún más en la música y hasta el día de su muerte estuvo coleccionando huesos de diferentes especies. Cazaba una o dos veces al mes, comía mal y estaba sucio porque pasaba casi todo su tiempo probando un hueso tras otro y haciendo más o menos agujeros, de manera que al cabo de varios años ya tenía la habilidad de tocar en diferentes escalas. Y no sólo era capaz de imitar los trinos del mirlo, el chorlito y la abubilla, sino que también lograba melodías que el mundo nunca había escuchado antes. Pero debilitado y solo, tampoco vivió muchos años, como lo demuestran los restos óseos de un individuo desnutrido y desdentado que encontró, cuarenta milenios más tarde, el paleoarqueólogo Mitja Brodar en la cueva de Devje Babe en la actual Eslovenia.

Y muy cerca del esqueleto, una de aquellas flautas.

Desde aquellos primitivos instrumentos, flautas, cítaras, tam-tams, elaborados por diferentes culturas en distintos continentes, hasta las complejas orquestas de hoy, la música nos ha acompañado siempre a lo largo de nuestro viaje en el tiempo demostrando que el ser humano, además de alimentar su cuerpo, también necesita alimentar su alma de belleza y sensaciones.
Nacho Docavo Alberti, etnógrafo, novelista y ensayista, ha escrito libros mientras recorre el mundo entero conviviendo con pueblos y culturas. Después de publicar un par de decenas de novelas juveniles incursionó en el ensayo literario con títulos como La edad de las palabras (sobre los orígenes del lenguaje) y La historia del agua (sobre el comportamiento del líquido elemento). Actualmente vive en Gambia, África Occidental, donde desarrolla sus Historias de gente corriente.

Playlist
https://soundcloud.com/keutone/sets/prehistoric-stone-age-music
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