Experiencias   
29 de febrero de 2024

Tres por dos metros en Japón

Por: Andrea Fernández Cházaro
Cuando me preguntan qué cosas estuvieron entre las mejores que viví durante mi movilidad académica, casi siempre contesto: vivir en un cuarto de tres por dos metros, el cansancio y el intenso frío que jamás había experimentado. Y es que detrás de esto hay un montón de razones por las cuales estos hechos se volvieron tan positivos y encantadores.

Antes de realizar mi estancia en la Universidad de Chiba, Japón, una de las cosas que escuché en repetidas ocasiones entre mis compañeros que también viajarían al extranjero (y me incluyo), es que teníamos miedo a que, al regresar, las cosas con nuestros amigos, familiares y contexto ya no fueran iguales que cuando las dejamos. Poco sabía yo que sucedería lo opuesto.

La Dirección General de Cooperación e Internacionalización de la UNAM (DGECI) fue una pieza clave en este proceso. Sin su apoyo, vivir en el extranjero nunca se hubiera convertido en una realidad. Desde el momento en que aterricé, tomé la determinación de absorber a Japón como mi hogar: aceptar las cosas buenas y malas que tuviera preparadas para mí; adaptarme y sacar ventaja de todo aquello que me aportara nueva información y que formara parte de esta experiencia.

Japón es un país conocido por sus encantos culturales, pero también por los terremotos, por lo que pronto me acostumbré a cambiar mi despertador por una sacudida matutina. Poco después aprendí que también hay tifones, los cuales hubieran pasado desapercibidos si no fuera porque tuve la suerte de ser testigo del más grande ocurrido en los últimos cincuenta años. Y aunque pareciera que estos fueron factores que podrían representar un obstáculo en mi estancia, no fue así. Sin todas estas características del país, jamás habría podido comenzar a entablar una conversación con quienes se volverían mis compañeros de aventuras.

Vivir en un dormitorio provisto por la universidad anfitriona también es una experiencia interesante: tu cuarto tiene cocina, baño, cama, clóset y balcón en un espacio de tres por dos metros. Yo fui ubicada en un cuarto piso que no era nada conveniente para la subida de las tres maletas que llevaba, pero definitivamente se convirtió en una ventaja sobre los cuartos de pisos inferiores en lo que tocaba a alejarse de las enormes arañas. Cuando llegué todavía alcancé los últimos días de intenso calor del verano. Para quienes no están familiarizados, en Japón el cambio de estaciones es muy pronunciado, por lo que las temperaturas son extremas y los cambios de paisaje son drásticos. Esto no sólo hizo que las noches se sintieran interminables, sino que también invitaba a una sarta de alimañas a las cuales los japoneses ya están acostumbrados, pero una, como mexicana y citadina, no: salen y se acomodan en algún rincón. Y aunque en ocasiones pensaba que eso podía llegar a ser desagradable, me hizo comprender una parte del profundo respeto y contacto con la naturaleza y su conservación que están presentes en el estilo de vida nipón.

Impresiona un poco cuando te presentas las primeras veces en tu nuevo lugar de estudio; todo te parece intimidante y toda la confianza que adquiriste luego de años de cursar la licenciatura, se esfuma momentáneamente porque no sabes ni en dónde te toca tomar clases. Y aunque llevas contigo toda la información estudiada previamente, siempre te traiciona un poco el idioma. Crees haber llegado a tiempo y cuando observas detenidamente, te das cuenta de que te equivocaste al leer uno de los kanji (los caracteres de la escritura japonesa) y en realidad estás en el salón equivocado. Pero me dí cuenta de que esto, aunque era estresante porque yo quería representar positivamente a la UNAM en el extranjero, pierde peso cuando llegas al lugar correcto y al disculparte, todos tus compañeros de clase y maestros amablemente te dicen que no hay ningún problema. Y es que el japonés tiene esta característica: es muy agradable y curioso al mismo tiempo. Siempre tiene mil preguntas y símiles para hacer plática contigo, aunque su inglés sea deficiente y tu japonés, nulo. Recuerdo con mucho cariño un lugar llamado Popoki, un restaurante de comida tradicional casera muy cercano al campus y muy popular en la Universidad de Chiba; fue el lugar donde comí más rico en toda mi estancia. Estaba repleto de fotos en las paredes de una pareja que había viajado por casi todos los rincones del mundo. La primera vez que fui, el dueño me preguntó de dónde venía. Con dificultad le hice entender que era de México y rápidamente, sin decir nada, me señaló entusiasmado todas las fotografías de distintos destinos mexicanos que había visitado. Aunque no intercambiamos palabras, agradecí que me hiciera partícipe de su felicidad, así fuera sólo apuntando con su dedo.

Aunque la UNAM me preparó bien para afrontar las enseñanzas académicas en el extranjero, no dejo de estar agradecida por todo lo que pude aprender en las materias que cursé. Llevar las clases y las aventuras a la par se convirtió en una tarea difícil y cansada, ya que entre el estudio, las salidas con mis nuevos amigos y los viajes, cada vez dormía menos horas. A veces tenía que ir leyendo en el tren o llegaba en la madrugada a hacer mis tareas, pero jamás me había sentido tan feliz de tener tanto sueño.

La mayor parte de mi periodo de movilidad fue en invierno, por lo que muchas de las visitas culturales terminaban inevitablemente en pies congelados. En Japón llueve mucho, por lo que mantenerte seco y caliente, caminando por horas en la calle, es una tarea casi imposible. En prácticamente todos los templos uno debe quitarse el calzado para ingresar; si tienes suerte te tocarán pantuflas, si no, irás descalzo. Para muchos, conocer lugares nuevos en estas circunstancias puede ser muy incómodo, pero cuando vas rodeado de nuevos amigos le tomas cariño al frío porque, sin él, no te vuelves un catador experto de ramen ni haces carreritas desde el tren hasta el dormitorio para ver quién llega primero al calentador.

La movilidad tiene tres etapas para mí: la primera está llena de expectativas; algunas se cumplen, otras no, pero toda vivencia se vuelve parte de una historia inolvidable. La segunda es la de apreciación. En ella aprendes todo lo bueno y lo malo que un país diferente al tuyo puede ofrecer, haciéndote valorar lo que tienes y también motivándote a buscar aquello que crees que puede ser mejor. La tercera es la de asimilación; así como es un cambio drástico llegar a un lugar diferente, también lo es cuando uno vuelve después de mucho tiempo. Al principio tenía miedo de que todo fuera distinto cuando volviera, pero me di cuenta de que
el tiempo en casa pasa muy lento mientras que el tiempo fuera pasa muy rápido. Lo que había cambiado no era todo lo que conocía, era yo misma. Dicen que estas experiencias te cambian la vida y corroboro que es verdad: no sólo llevo en la memoria uno de los mejores periodos de mi vida, sino que conmigo persisten los aprendizajes y sobre todo, la cosquilla de perseguir una trayectoria profesional y personal que me permita vivir momentos así de bellos.
Andrea Fernández Cházaro estudió en el Centro de Investigaciones de Diseño Industrial (CIDI) de la Facultad de Arquitectura de la UNAM. Forma parte de la Red de Exbecarios de Movilidad (REM) de la UNAM.
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